Carmencita
Yo no entendí por qué nos íbamos. Pero no había manera de preguntar. Estaba concentrada en no tropezar con ninguna piedra. Corrimos y corrimos; se me hizo muy largo. No sé por dónde fuimos, pero cuando por fin paramos, levanté la vista hacia mi madre y vi que lloraba de la rabia y jadeaba del esfuerzo. Luego vi que estábamos en un bosque y que empezaba a caer la tarde. Ese es el momento que mejor recuerdo. El silencio entre mi madre y yo en medio del bosque. Seguí con la mirada una lágrima mientras caía sobre una de las hojas secas a nuestros pies. Mi madre se pasó el reverso del puño por la mejilla y me agarró de los hombros.
—Carmencita, olvídate del pueblo. Olvídate de todo. ¿Me oyes?
Yo no entendí. Solo cerré la boca, que se había abierto sola del susto, y asentí. De esa noche no recuerdo mucho más. Dormimos al raso.
Luego seguimos caminando varios días seguidos. Comíamos poca cosa. Había bastantes zarzas y comimos demasiadas moras. Mi madre ponía trampas por si caía algún conejo, pero había poca suerte. Al fin llegamos al riachuelo y lo fuimos siguiendo hasta una casa. Allí nos dieron cobijo sin hacer muchas preguntas, pero mi madre prometió que nos iríamos en unos días. No había ningún otro niño, solo un hombre mayor que mi madre y una de sus hijas. Tenían un huerto y la noche que llegamos cenamos los cuatro juntos. Acelgas. Nunca he comido unas acelgas mejores que aquel día.
Los días que estuvimos en esa casa se me pasaron volando. Mi madre ayudaba a nuestros anfitriones y a mí me dejaban jugar la mayor parte del tiempo, siempre que no me alejara mucho. Una mañana mi madre me despertó muy temprano y me dijo en voz baja que nos teníamos que ir. Me puse triste, pero antes de que pudiera llorar, me abrazó muy fuerte. Mi madre solo me abrazó dos veces en su vida, y esa fue la primera. No me dijo nada, pero no me hizo falta. Entendí que no quedaba otra que irnos y me calcé. Sobre la mesa del salón había un paquete. Mi madre lo cogió y nos fuimos.
Según pude comprobar a media mañana, en el paquete había algunas provisiones. Un trozo de pan duro, un boniato y (¡qué alegría!) algunas pasas. Por la noche llegamos al pueblo de mi tío. No sé qué hora era, solo que estaba muy cansada. Mi madre me dijo que intentara no hacer ruido al andar y miraba de un lado para otro. Llamamos a la puerta de atrás y nos abrió mi prima la mayor, a quien yo solo había visto una vez antes.
Mi tía nos miraba mal, pero nunca le oí quejarse. De hecho, casi nunca le oí nada. Hablaba muy poco, o eso me parecía a mí. Aunque, la verdad, a mí lo que decía ella (o lo que se callaba) casi siempre me daba igual. Lo que sí me importó desde que llegamos fue obedecer a mi tío y terminar las tareas cuanto antes para poder jugar con mis primos, lo que solo conseguía algún domingo que otro. Me mandaba a buscar agua, a recoger colillas, a hacer cola con la cartilla de abastos... a lo que fuera que yo pudiese hacer. Otras veces me mandaba a ayudar a los campos y a cambio nos daban algo de la cosecha. Y así iban pasando los años. Mis primos, los niños, iban a la escuela la mayoría de días y a ratos me enseñaban a leer y a escribir.
A mi prima la casaron un par de años después de que llegáramos a la casa y se fue a vivir a otro pueblo. Del día que se fue también me acuerdo bastante bien. Ella lloraba pero también sonreía y yo le dije que si no le apetecía irse podían quedarse los dos a vivir con nosotros. Mi prima se agachó y me apartó el pelo de la cara, con los ojos brillantes de lágrimas que estaban a punto de rebosar y una sonrisa.
—Pero qué bonita eres, Carmencita.
Me plantó un beso en la mejilla y cogió sus cosas. Se fueron en el coche de un amigo de su marido que vivía en la plaza, al lado de la iglesia. En el pueblo solo había dos coches. Ese, y el del cuartel militar.
Mi madre nunca me explicó por qué nos habíamos tenido que ir de aquella manera de nuestro pueblo. Y si mi tío lo sabía, tampoco hizo nungún comentario. Yo no me atrevía a preguntarles, así que me inventaba historias. En la cola o mientras cenaba, a cualquier momento, me sorprendía a mí misma imaginando que nos habíamos tenido que marchar porque había llegado una serpiente que se comía a las personas con pecas en la cara, como mi madre y como yo. O que salimos corriendo porque mi madre había hecho una sopa tan buena que todo el mundo empezó a perseguirla para que les diera la receta. O, si no, que tuvimos que escapar porque las piedras de los muros que formaban las casas se iban convirtiendo en bloques de harina uno tras otro y, si no hubiéramos corrido, también nosotras nos habríamos convertido en polvo blanco.
A medida que me fui haciendo mayor me fui dando cuenta de la suerte que había tenido al no entender casi nada de lo que realmente ocurría a mi alrededor. Eso me permitió tener una infancia feliz en medio de tanta miseria. Sin embargo, quizá si hubiese despertado antes, hoy sabría de qué huímos, quién fue mi padre o por qué mi tía nos miraba mal.