Mama


Necesito hablar contigo una vez más. Y pedirte perdón, perdón, perdón... No sabes lo mucho que me duele haberte fallado en lo más importante. Haberte hecho daño al hurgar en la herida más cruel y no haber sido capaz de aliviarte ni un poco el dolor más profundo que te cayó un día, de repente, sin aviso, y ya nunca te dejó. Haberte fallado con mis inseguridades estúpidas el último día que tuviste que hacer el sacrificio de ir al hospital a que te clavaran la daga final en el pecho, haciendo que ese día fuera aún más agotador, también físicamente, sin necesidad alguna de que así fuera, solo porque yo no tuve el sentido común de parar («A ver» me habrías dicho, como tantas otras veces; «Cálmate» habría oído yo) y pensar un momento, en la entrada, para recordar a dónde estábamos yendo y trazar en mi cabeza el trayecto más eficaz. No merecías tener que dar ni un paso más del necesario, cuando cada uno que dabas era un esfuerzo descomunal. Perdóname, si puedes, por haberte hecho recorrer tantos metros en vano, hacerte esperar para que me dijeran lo que yo ya sabía pero no fui capaz de recuperar de mi agitada memoria y, además, ni siquiera haberte cogido de la mano mientras te robaban con un despiadado zarpazo hasta la chispa más débil de esperanza a la que todavía hubieras podido arrimarte. Solo pude mirarte a los ojos y asegurarme, (¡encima!), de que habías comprendido perfectamente que ya no, que ya no había donde asirse.

Perdóname, si puedes, si puede alguien perdonar a quien le restriega en la cara a quien sabe que va morir sin remedio, mucho antes de que pueda ni acercarse todo su periplo a tener alguna justificación, que otros, a quien se ama infinitamente, son realmente afortunados por gozar de la buena salud y la longevidad que, sin razón aparente, le han abandonado para siempre. Y todo esfuerzo por hacerlas volver ha sido inútil. Te pediría perdón por mi necedad mil veces sin descanso si te tuviera delante y en cada lágrima que vertiera haciéndolo verías mil veces más esa palabra insuficiente y tardía, que ya nunca podrá hacerte llegar este arrepentimiento que me ahoga de noche y me reviste de día.

Perdóname por decirte de esa forma cobarde lo que tendría que haberte repetido a cada minuto que pasé a tu lado en silencio, pensando lo dichosa que era por sentirte cerca y preguntándome hasta cuándo iba a seguir siéndolo. ¡No se me ocurre hoy mayor pérdida de tiempo dorado! Te quiero muchísimo, muchísimo más de lo que podría expresar de forma certera, pero, ¡ay, ojalá lo hubiera intentado con todo el ímpetu del que hubiese sido capaz! Para que tú lo oyeras y lo entendieras: que todos los errores que cometí (¡tantos!) son más punzantes si cabe porque los hice intentando evitarlos, porque nunca querré a nadie como te quiero a ti, por todo lo que eres. Fuiste. Serás.

Mi ejemplo (muchos, en realidad), mi más íntima amiga siempre, la sonrisa más poderosa, mi referente en todo, mi apoyo, mi seguridad, mi cómplice, mi guía (estrella del norte), mi aliento. Mi aliento. La parte bonita, la parte fuerte de mí.

Y nunca te lo dije ni te lo voy a poder decir.

Pero ojalá lo hubiera hecho, incluso sabiendo que quizá te echarías a reír o te apartarías un poco de mí o me mirarías de aquella manera tuya y me dirías, otra vez, «¿Tú eres tonta?» y seguramente volvería a doler un poquito, pero nunca tanto como esto.

Pienso ahora a menudo que podría volverme loca y fingir, aunque fuera solo un instante, para verte ante mí. Si lo consiguiera, sonreiría como nadie me ha visto antes sonreír, como todo, gracias a ti.